Llegó diciembre… y una ola de
brillantes colores me rodean enseguida: las ruborosas nochebuenas, los anaranjados
tejocotes y mandarinas, las guirnaldas verdes con sus exquisitas decoraciones y
sobre todo… el árbol lleno de luces de navidad. Los colores navideños, se
conectan de alguna manera con los aromas y recuerdos de mi infancia trayendo a mi
mente melancólicos recuerdos de reuniones familiares. Al paso de los años, los
mismos colores y aromas han formado parte de la niñez de mis hijos, sobrinos y
seguramente, en un futuro… quedarán también en la de mis nietos… la niñez de
las generaciones nuevas.
En todo caso tal parece que encender
el árbol es conectar, de alguna manera y de forma natural, con la infancia…
aquella infancia lejana, anhelada u olvidada, pero que irrumpe y se abre paso
para hacerse presente en nuestra cotidianidad. Es como aquella persona de
grandes dimensiones que empuja y rempuja hasta lograr colarse en la fila para
colocarse en el lugar deseado. A veces es necesario entrar de manera abrupta,
derribar la puerta en vez de tocarla, así la niñez parece tomar la oportunidad
para recordarnos que existe más allá de nuestros recuerdos, que es necesario reconocerla,
mirarla y defenderla de una sociedad que cada vez le restringe más espacios.
“Sin niños” se lee en las
invitaciones de algunas bodas, “pareja sin niños” dicen algunos cuartos de
alquiler, “Solo adultos” es el sello con el que algunos hoteles o restaurantes ofrecen
tranquilidad. Qué curioso resulta creer que en medio de una sociedad caótica y de
violencia creciente, sean las impetuosas expresiones de los niños, las que
puedan robarnos la paz y la tranquilidad y que ante nuestra imposibilidad de ordenar
el caos social estemos dispuestos a sacrificar a los a niños, pero ¿cuánto
estamos dispuestos a perder al dejarlos fuera de la ecuación?
Hace unos días me senté atrás
de una familia con dos niños pequeños en un concierto. La orquesta tocaba
música de películas y por un momento temí, lo confieso, que la presencia de
ellos me impidiera disfrutar el concierto. La realidad es que uno de los
mejores momentos de la noche fue observar la emoción que les causaba reconocer
cada uno de los temas interpretados por la orquesta; la capacidad de asombro se
asocia con los niños de forma natural y, por el contrario, se disocia de los
adultos de forma lamentable. “Me siento como niño en Navidad” reza el dicho
para describir la felicidad e ilusión sincera… ¡Cuánto les podemos aprender!
Al llegar el último mes del año solo puedo pensar en quienes siguen apostando por la infancia como la mejor esperanza de una sociedad resignada a la monotonía. A los que enseñan, curan, escriben, ilustran, cantan, juegan, bailan, inventan, acompañan o guardan una mirada cariñosa, esperanzadora y comprometida para los niños a su alrededor… ¡Gracias!
Después de todo… qué sentido tendría esta época de celebración si no fuera por aquél pequeño niño, que afortunadamente, no encontró un letrero de restricción en el mesón.
¡Felices fiestas!
Bien dicho Betty, qué bueno que la niñez simbólica y concreta puede asomarse en diversos momentos de la vida, de las estaciones, de las celebraciones.
ResponderBorrarHermosa reflexión! Que sea la niñez nuestro principal motivo de atención y valoración!
ResponderBorrarNo se puede vivir la navidad sin la presencia de un niño.
ResponderBorrarQue esté tiempo de natividad y de novedad la vivamos como niños. Con una mirada de asombro y de felicidad, de sonrisa fácil y contagiosa. De memoria compartida en familia y amigos. Feliz tiempo de Natividad.
ResponderBorrarExcelente reflexión sobre aspectos importantísimos en nuestras vidas, este texto nos ayuda a seguir o rescatar la capacidad de asombro que nutre nuestro día a día
ResponderBorrarUna mirada nueva nos ilusiona y nos hace recordar que siendo niños fuimos felices
Betty te felicito por esa gran capacidad para explorar y escribir sobre personas tan importantes como lo son, los niños
Marco Aurelio